Al analizar las estrategias del Estado para hacer frente al fenómeno de la delincuencia juvenil, no es difícil advertir una importante contradicción. Por una parte, se divisa un arduo trabajo legislativo – con participación protagónica del Ministerio de Justicia- para crear el Servicio Nacional de Reinserción Social Juvenil, cuyo eje articulador es garantizar el debido proceso, mejorar el catálogo de sanciones y centrar la política pública en un modelo basado en la prevención y la reinserción social de los adolescentes en conflicto con la ley. Pero, por otra parte, se aprecia un intento por dar muestras de una lucha implacable contra el delito, mediante la aplicación de la figura del control preventivo de identidad de menores de edad.

Cabe recordar que en años anteriores esta fórmula fue desechada por encontrarse en contraposición a los objetivos que debe buscar la política criminal juvenil. A esto se suman factores relacionados con la poca eficacia, la inobservancia del principio de presunción de inocencia, la estigmatización que provocaría y el hecho de no atender los estándares internacionales vigentes en Chile.

Si el número de adolescentes que delinque ha disminuido en 31% en los últimos tres años (como lo indica el análisis estadístico de la Fiscalía de enero de 2019), pero persisten aspectos preocupantes relacionados con la reincidencia y el incremento de delitos violentos a raíz de esta reinsidencia, parecería lógico que los esfuerzos del Gobierno se centren en prevenir el delito y en ejecutar acciones tendientes al desistimiento y la reinserción. Por ello, la primera estrategia parece ser la más sensata, más acorde a los compromisos internacionales y a los derechos fundamentales.