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Constancia en pedir que se escuche a los niños –con especial énfasis en los más pequeños y con menor repertorio lingüístico-. Que les prestemos atención, que los acojamos, que les demos tanto amor como crédito, que los cuidemos y respetemos, y seamos sensibles a sus ritmos, tamaños, necesidades, malestares, derechos, sueños.
Constancia en recordarnos sobre la credibilidad de los niños, su tendencia a callar o minimizar eventos más que a exagerarlos, especialmente cuando se trata de experiencias disruptivas, conflictivas, difíciles de comprender para ellos, de violencia y vulneración.
En relación al abuso sexual infantil, algunos niños -que han sido sometidos a amenazas o intimidación- develarán lo vivido desde la urgencia de auxilio, el miedo y la desesperación. Muchos otros, podrían hablar casi de modo casual, al pasar: mencionarán algo a sus padres, o a un hermano mayor, o a sus cuidadoras. Apenas un evento o una frase que puede ser la primera seña de un relato que no podemos predecir si se completará en corto tiempo, o en meses, a veces años.
Los niños pequeños pueden desplegar una inocencia sobrecogedora al describir relatos sobre eventos y actos que a nosotros los adultos pueden dejarnos temblando, pero que ellos –los niños- no podrían significar como “abuso sexual” porque sus sistemas nerviosos y su escasa madurez no permiten decodificar la experiencia en esos términos, o reconocer intenciones subyacentes a acciones con contenido o relación con lo sexual. Por ejemplo, alguien puede poner crema o talco a un niño en su zona genital o anal solamente para prevenir o sanar una cocedura, y alguien más pudo haberlo hecho con dolo y la velada intención de lograr una satisfacción sexual… una mayoría de los niños tendrá dificultades para reconocer la diferencia entre situaciones (si han sido en un contexto no intimidante) y bien podría darse que el relato de eventos no difiriera demasiado en tono: tanto para el acto inofensivo como para el acto abusivo.
Poder realizar distinciones y precisiones a fin de lograr un diagnóstico serio, requiere de otros elementos, factores y síntomas acompañantes que permitirán, en conjunto, reconocer y calificar una situación como abuso sexual o limítrofe (de riesgo), o bien descartarla. Esta tarea es responsabilidad de los especialistas, no de la familia y ni siquiera de los educadores en relación cotidiana con los niños.
El trabajo de los especialistas en torno al abuso sexual infantil, señala que los parámetros para realizar preguntas a los niños, requieren de extrema delicadeza y rigor. Generalmente los niños se expresan con mayor facilidad en presencia de personas queridas (en EEUU incluso se ha considerado que puedan dar testimonio en brazos de su mamá, siempre y cuando ella no sea parte del sistema que permitió el abuso) y será una situación nueva para ellos conversar con un psicólogo (o un médico, o un abogado). Una situación donde tomará tiempo establecer un vínculo y clima que permita al niño expresarse (hablando, dibujando, jugando).
Habrá casos donde tal vez baste una o dos instancias para lograr definir lo que ocurre con un niño. Sin embargo, es muy frecuente que sean necesarias varias sesiones para acopiar suficiente información de parte de éste –y de sus familiares u otros cuidadores que puedan aportar antecedentes y haber observado síntomas del pequeño, en el tiempo- antes de poder entregar un diagnóstico preciso: concluyente de abuso, o de su inexistencia (ojalá). En un gran número de casos, aunque duela decirlo, habrá diagnósticos no concluyentes y/o revaluaciones necesarias luego de un período.
Stephen Ceci, psicólogo norteamericano que se ha especializado en investigar el testimonio, la entrevista forense, y la sugestionabilidad de los niños, ha señalado que los relatos más veraces y completos suelen ocurrir desde el pedido de auxilio inmediato y urgente (ante una situación inequívocamente amenazante para ellos) o bien meses después de la primera develación y/o evaluación. En ambos escenarios, la mayoría de estos recuentos de todos modos incluirán elementos fantásticos, en conjunto con los eventos reales descritos. Asimismo, Ceci ha sido claro –como muchos otros expertos en pericia psicológica y entrevista forense- en requerir de los entrevistadores y/o profesionales cercanos a procesos de denuncia por abuso, máxima precaución en evitar inducción de respuestas infantiles y contaminación de los relatos (hablados o gráficos).
Los niños perciben su mundo mucho más de lo que pueden “traducirlo”: sienten las expectativas y/o ansiedad de los adultos (en su voz, tono, gestualidad) e instintivamente –porque se les juega el cuidado y supervivencia en la aceptación y acogida del mundo adulto- tenderán a “complacernos” o a “protegernos”. Esto puede implicar que los niños terminen admitiendo un abuso que no ha ocurrido –si las preguntas de los padres o un interrogador señalizan los hechos como dados y a un “culpable” de antemano- , o negando un abuso que sí haya sido real (al darse cuenta del nivel de conflicto y dolor que la admisión del abuso pueda traer en el hogar o su colegio). Por otro lado, la sugestión puede operar si a un niño se le dice que otros pequeños cercanos a él –por ejemplo primos o compañeros- han vivido una determinada situación, no podemos olvidar el elemento instintivo de querer sentirse parte del grupo, o de no ser excluido de experiencias grupales, así estas sean negativas.
Hemos insistido, pedido, advertido, casi rogado, que padres, parientes, educadores, cuidadoras y babysitters u otros personas vinculadas a los niños, no intenten realizar diagnósticos de abuso por su cuenta. La sintomatología -a no ser que presente lesiones físicas inequívocas y/o que exista una narrativa clara sobre abusos infligidos-, puede ser vasta y diversa. Los síntomas observados –emocionales, de alteración de rutinas, de desempeños escolares, de relación con lo corporal, etc- articulan una suerte de “voz” que desacata al silencio y compensa por la escasez de palabras de los niños. Pero esa voz profunda, orgánica, tanto puede estar señalizando una amenaza latente de trasgresión o una vulneración ya ocurrida, como también podría estar expresando un reclamo o malestar ante otros eventos estresantes de la vida de un niño/a. Discernir voces y constelaciones de signos, es un trabajo para el que se requiere preparación y neutralidad (de una forma que es imposible para uno, como mamá o papá, en situaciones que nos comprometen vitalmente porque se trata de nuestros hijos).
Adicionalmente, tal cual las familias o personas cercanas al niño no deben sentirse responsables de realizar diagnósticos psicológicos ni médicos, tampoco deberían sentirse responsables de intervenir como entrevistadores forenses y realizar interrogatorios que no solamente podrían contaminar testimonios de modo irreparable (para efectos de una demanda judicial, por ejemplo), sino que también, y esto sea acaso lo más grave, se pueden agregar daños al exponer a los niños a una situación de victimización, por inexperiencia e ignorancia en cómo realizar preguntas dirigidas a ellos.
Quienes somos madres y padres sabemos que preguntar a nuestros niños pequeños simplemente por su día en el jardín puede ser un ejercicio no exento de imprecisiones. Preguntar en una sola secuencia, si lo pasaron bien, se “portaron bien”, o se comieron la comida y el postre, puede ser confuso (con ellos hay que ir de lo muy genérico a lo particular, primero si están contentos, luego otros puntos y por separado: primero preguntamos por la comida principal, luego preguntamos por el postre, o el vaso de leche, la siesta, o si jugaron con tal o cual compañero).
En numerosas ocasiones, y no es que mientan ni fabulen, nuestros pequeños revolverán personajes y/o eventos de distintos días y semanas, u omitirán información que para nosotros podría ser preocupante (un compañero los mordió o les pegó mientras jugaban, y están los dientes marcados o los moretones para probarlo) y no así para ellos. Muchos de nosotros, padres y madres, recabamos mayor información gracias a la libreta diaria, correos con el jardín, o preguntando directamente a las educadoras/es sobre situaciones específicas.
Cualquiera sea la situación (y más si es de riesgo o traumática), no es llegar e interrogar a un niño. Es importante crear climas, ser cálidos y serenos, sensibles a sus ritmos y a su capacidad de interés y atención (por ejemplo en niños de 3 años esta llega a 15 minutos máximo, de 4-5 años a unos 20-25 minutos, y 6 a 10 años, 30 a 45 minutos), permitirles expresarse (las preguntas abiertas, genéricas, ayudan), y también permitirles retirarse, cansarse y respetar sus tiempos (de otro modo, un niño puede terminar respondiendo lo que sea, o lo que él piensa que queremos que responda, con tal de dar por terminado el interrogatorio). También se deben conocer bien las restricciones y posibilidades del lenguaje a cada edad, el desarrollo cognitivo, y el estado emocional y físico de cada niño en particular(a veces el sueño o un dolor de guatita basta para interferir la comunicación).
Si los sentidos toman tiempo para formarse (la vista, por ejemplo, no termina de desarrollarse hasta los 9 años), si los niños no antes de los 5-6 años pueden comenzar a comprender la pregunta “¿cuándo?” y a establecer un sentido de orden temporal (en días de semana, y en mañana-noche, o “antes de- después de”) o de espacialidad (y es común que se mezclen hogares y otros lugares, en el relato de un evento), o si en el período prescolar, aun cuando exista recolección y memoria, es difícil el acceso a ella, no podemos pretender que los peques respondan a series de preguntas, o francamente interrogatorios conducidos sin preparación y, a veces, más determinados por nuestro criterio adulto, que por consideraciones pertinentes al nivel de madurez y características únicas de cada niño/a, y de su vida.
La comunicación y atención para con nuestros niños es cotidiana, y cuando estamos en sintonía con ellos, todo va sumando o modificando nuestra percepción sobre su bienestar o incomodidad: los más sutiles giros en la frecuencia de sus sonrisas, en el disfrute de un alimento favorito, en silencios luego de ir a jugar a la plaza. Si notamos que están inquietos, asustados, tristes, ausentes, por los motivos que sean (y no solo sospecha de abuso, por favor), trataremos de explorar por qué, y ojalá contemos con ayuda si la situación escapa de nuestra capacidad de llegar a conclusiones inequívocas sobre qué sucede y qué cursos de acción son los más correctos.
Si tenemos la sabiduría, generosidad (pensando en nuestros hijos) y modestia de reconocer la necesidad de guía o apoyo de terceros, tratemos de ir con calma también al elegir a nuestros compañeros de camino –médicos, psicólogos, abogados, psicopedagogos, etc-. Creo que es bueno realizar nuestras elecciones –toda elección, pero más todavía en tiempos adversos- pensando en nuestros niños y en su interés superior, su integridad, el cuidado que los profesionales profesan por la infancia: por cada niño y niña (únicos) y también por nosotros, sus familias, y el tejido íntimo de la experiencia (un abuso o sospecha de este, es algo inmensamente complejo y frágil), y la privacidad –no el secreto, pero sí la intimidad nuevamente- que se requiere para vivir procesos tremendamente pesados como son el duelo, la reparación, la justicia y la vuelta a los equilibrios necesarios para continuar la vida, y sobre todo, para que la niñez vuelva a su cauce.
Cuidar en todo momento. Cuidar al observar, al escuchar, al conversar con nuestros niños, al acoger sus verdades. Cuidar cuando elegimos quienes los ayudarán. Velar porque denuncias, procesos judiciales, reparación terapeútica, cada centímetro de recorrido, recuerde que el amparo y bienestar de los más pequeños es prioridad. Cuidarlos también de nosotros, de nuestro ahogo, nuestra tristeza, nuestra desesperación. Protegerlos desde el amor y el cuidado exacto y constante, no desde el arrebato o el pánico. Cuidar la infancia, los tiempos de juego (que deben seguir existiendo en toda situación), de risa y danza, de aprender cosas nuevas, de lectura de cuentos, de prodigar cariños. Caminar paso a paso y con calma, sin apuros, pero con tenacidad, al son cotidiano de la niñez.
Y sin perder el norte irrenunciable de ese regreso a su niñez (para todo niño o niña que ha vivido una experiencia de abuso sexual), recordarnos que el cuidado –que es primordial para los peques- también debe tocar a los adultos. No hay contención ni reparación plausible para un niño si están ausentes los adultos, o si no están en condiciones de acompañar a los más pequeños sólidamente.
Los adultos también necesitamos ser cuidados y tratados éticamente, con respeto por nuestra integridad y con sensibilidad para alentar nuestros recursos parentales.
Para movilizarnos y comprometernos en un recorrido difícil junto a nuestros niños (por ejemplo, una denuncia de abuso o maltrato), no necesitamos que nos demuelan, aterroricen o amenacen. La mayoría de nosotros, dispuestos a responder, necesitamos templanza, mesura, exactitud en los pasos que damos. Y si durante el proceso nos sentimos desorientados, confundidos o cometemos errores, no podemos pensarnos “cómplices del mal” o casi criminales, sino humanos que aun falibles, igual nos levantaremos y nos exigiremos más, y más, y todavía otro poco más, cuando se trata de proteger y estar presentes para nuestros hijos.
El compromiso con el abuso sexual infantil y la capacidad de respuesta para prevenirlo, detenerlo, repararlo, y devolver así a un niño al curso digno de su infancia, pasa por estar muy conscientes de las consecuencias de las elecciones y actos que desencadenamos como adultos responsables: si sirven impecable y claramente al propósito de proteger a nuestros hijos, qué bueno. Si otras motivaciones o sentimientos tiñen nuestro accionar –nuestra ira, nuestro instinto de revancha más que de castigo en justicia, nuestro dolor, nuestra precipitación-, ojalá podamos revisarlo y enmendar la brújula a tiempo. Aquí se trata de los niños, no de nosotros los grandes, o nuestros itinerarios… o nuestra turba del alma.
La turba, no lleva en su esencia más que desahogo y nuevos saqueos, sobre otros escombros. Ella no tiene piel suficiente para ser constructiva, o contenedora; todo lo contrario. Y no querría a mi hija, ni a ningún niño, observando o recibiendo esa energía excedida y muchas veces violenta –en gestos, palabras, acciones-. ¿Qué bien podría hacerles, qué regalo o fuerza podría venir de ahí para sus vidas…?
Confieso que el campo minado es personal, y me asustan (un miedo tan profundo y anciano, recordatorio de tiempos indecibles) las acciones de la prisa y la furia, de las palabras incendiarias, o del mesianismo. Aunque vengan con la mejor intención de salvar al mundo. La energía de la violencia, que es hebra también en el abuso sexual, me pavoriza, venga en nombre de quien sea y de la causa que sea. Y como escribía no hace mucho en un ensayo que no se publica todavía, antes me clavaría yo misma al incesto nuevamente, que permitirme a causa de éste, más violencias o crueldades.
No hablo solo desde mi voz. Conozco a estas alturas de mi vida a suficientes padres, madres, víctimas y sobrevivientes de abuso sexual infantil, como para poder expresar que la energía que moviliza, sana y permite la reparación de un niño, es la templanza y el amor. No es que no exista el dolor, ni que lo neguemos por un instante: para el niño y para su familia y entorno. Conocer del abuso de un niño o niña es devastador. Para sus padres, detona una bomba en el cuerpo, en cada rincón, y sí: hay desgarro, rabia, impotencia, sentimientos demoledores, instintos de muerte también (propia o de otro), pero es tan urgente, tan inmediata la necesidad de actuar y responder y cuidar al niño o niña que ha sufrido, que de verdad una gran mayoría de los padres y madres y adultos no gastarían ni un gramo de fuerza vital en propagar odios, jurar cruzadas ni declamar arengas, porque toda su fuerza la necesitan para proteger y acompañar amorosamente a su hijo o hija. Y no hay olvido de la justicia, y es un norte la separación y castigo del responsable de los abusos, pero no a costa de la negligencia o descuido sobre la delicadeza del corazón de los niños, de su salud e integridad.
En un seminario del cual participé hace algunas semanas, escuché a un abogado muy lúcido compartir el relato de una situación de denuncia de abuso en regiones, en un curso de un colegio determinado. En menos de una semana, por un efecto de irrefrenable miedo colectivo, había más de 35 denuncias –o informaciones de sospecha o posible abuso- lo que es estadísticamente impensable a no ser que nadie, absolutamente nadie, hubiese supervisado o siquiera existido en la superficie de ese colegio. El abogado nos advertía sobre el riesgo, justamente, de la sugestión, el terror y la precipitación de muchos adultos –apoderados, educadores, profesionales- en tratar de obtener información de los niños y verificar si estos habían sido vulnerados o no. El resultado: todos sentían –niños y padres- que bien podían haberlo sido y emergieron relatos de todo tipo asociados a esa sensación.
Otra niña a quien una compañera (ambas de 7 años) le hizo una broma señalando y nombrando su zona vaginal como “chichi”, le dijo a su madre que eso era ilegal y un abuso y una “violación” (así se lo informaron en su colegio, profesionales que trabajan en prevención). Otro pequeño rasguñó y agredió fuertemente a un compañero (ambos prescolares) porque accidentalmente tocó sus “partes privadas”, y la instrucción de su padre había sido responder atacando a cualquier situación de esta naturaleza.
Otros niños y niñas oyen que se está “a la caza de pederastas” y hacen crisis –interfiriendo con su reparación- porque aun no siendo “pederastas” (lo que implica la presencia de una parafilia y el riesgo o consumación de abusos sobre niños sistemática e indiscriminadamente), sienten que esas persecuciones podrían ser desatadas contra sus padres o abuelos que cometieron incesto (otro fenómeno dentro de la temática del abuso sexual infantil, sumamente complejo por su vinculación con afectos que no es llegar y cancelar). Me preocupa escuchar, una y otra vez, cómo todo se considera lo mismo y se hermanan categorías como abuso y violación, o padre incestuoso/abusador/pedófilo, con daños para niños víctimas, tanto como para sobrevivientes ya adultos de abuso sexual infantil.
Los anteriores son ejemplos de cómo se reacciona en tiempos de desconcierto y temor, y aunque podamos comprender la fuente de nuestros comportamientos (y a veces, errores), debemos como adultos preguntarnos sobre qué estamos creando o destruyendo con nuestras respuestas. Qué clase de mensaje (o nuevas victimizaciones, de orden psicológico o emocional) corremos el riesgo de dejar como huella en quienes justamente más queremos proteger: nuestros niños. Y también, qué clase de clima estamos generando para nosotros mismos, y para otras personas necesarias y relevantes en las vidas de nuestros hijos.
Yo quiero que mi hija chiquita –que el próximo año debería comenzar el colegio- sepa que los adultos la cuidan y la respetan, que son capaces de permitirle ir encontrando su equilibrio entre distancias y cercanías, y formas de expresar también su respeto, afecto o simpatía. Pero esta forma de convivencia entre pequeños y grandes y el reconocimiento de los niños como sujetos de derechos, no requiere que el día de mañana, ningún profesor quiera acoger, consolar o ayudar a levantarse a nuestros críos si se caen en el patio, por temor a “tocarlos” y ser acusados de abuso sexual, o simplemente enfrentar la sospecha de una conducta impropia que, a las finales, dé igual si toda inocencia ya está perdida antes de concluir investigaciones o comprobarse responsabilidades (como podría ser o ha sido en más de un caso).
Los desafíos y exigencias de este período han sido inmensos, inimaginables. Quiero seguir creyendo que representan una oportunidad, si así la tomamos, para aprender, crecer, construir una ética del cuidado acorde a las necesidades de la infancia, y de toda etapa humana ojalá. No veo eso siendo posible desde el terror y la violencia, como tampoco lo veía siendo posible desde la indolencia y el silencio de décadas. Hoy en día hemos dado pasos valiosos, y no da igual, e importa, y hablamos, conversamos de abuso sexual (y de otras vulneraciones de la niñez), y nos preguntamos y tenemos la humildad, muchos de nosotros, de reconocer que no contamos con todas las respuestas, pero que estamos abiertos con sensibilidad y coraje, a buscarlas y encontrarlas.
Si en verdad aspiramos a transformar nuestros mundos (hogares, escuelas, nuestro país), esto pide un pulso que sabemos no es fácil lograr en medio de la confusión y la congoja. Pero es un pulso que por nuestros niños –si así tanto nos importan- vale la pena tratar de sentir, domesticar, hacer nacer: lúcido, bien aplomado, solidario, compasivo, protector, empático, responsable. Latir así, no es indicación de sensiblería ni debilidad; no es despojo temeroso de heridas que, a cierta edad, todos conocemos; no es comodidad ni capitulación.
Creo firmemente en que la máxima fortaleza viene de otro lugar, y que el cuidado más certero se macera en consciencia y bien despiertos, protegidos de espejismos y estridencias, de arrogancias éticas, de egoísmos (o egotismos) donde no cabe la mirada del prójimo más indefenso (y esa pregunta irrecusable sobre qué necesitan los niños, LOS NIÑOS, para sentirse contenidos, protegidos, defendidos, seguros).
Me cuesta decir todo lo que querría decir, y se me ahoga algo dentro, entre sombras, polvo de huesos y navíos suspendidos que quieren avanzar lejos de ciertos lutos, con brisa y marea cadenciosas. Pero en el horizonte de este presente en mi país, veo a veces una espada y no es siempre la espada lustrosa y reflexiva del samurái, sino aquella desatada y errática de las hordas bárbaras. Por eso la súplica, el ruego desde el fondo del alma, de situarnos en este camino de otra forma, de mirar otras trazas de horizonte. El abuso sexual infantil pide fuerza, determinación y responsabilidad en nuestras acciones; y lo mismo piden el cuidado y el amor. Desde ahí, tomemos la mano de nuestros niños, o las nuestras, alrededor suyo, con voluntad de buen amparo.