Abuso Sexual Infantil, el cuerpo recobrado.

 

Por Vinka Jackson, psicóloga de la Universidad de Chile. Premiada por el Consejo Nacional de Cultura por su libro “Agua Fresca en los Espejos (abuso sexual infantil y resiliencia)”. Cuenta también con diversas publicaciones en periódicos y ediciones digitales en temáticas especializadas en infancia. 

 

“En este cuerpo están los ríos sagrados; aquí están el sol y la luna, y los lugares de peregrinaje. No he encontrado otro templo tan bienaventurado como mi propio cuerpo”. – Saraha, monje hindú del siglo VIII

 

 

A veces la obviedad y simpleza nos prodigan la mejor respuesta en las situaciones más complejas y desafiantes.

 

 

Todos nosotros, grandes y niños, somos nuestros cuerpos; los habitamos, desde ahí crecemos, nos vinculamos, y ojalá nos maravillemos, la vida entera. Nacemos y llegamos al mundo ya en nuestro “hogar” primario e inseparable, de un modo semejante, aunque mucho más portentoso, al de otros seres (como los caracoles o las tortugas). ¿Cómo no querer que nuestro “hogar” sea un buen lugar: el más amable y mejor cuidado?.

 

Todo lo que aprendemos, sentimos, imaginamos, realizamos, es posible desde y gracias a nuestros cuerpos y sus regalos: sus sentidos, órganos, funciones. El cuerpo es la base inexorable y primaria que nos permite guiar a nuestros hijos mientras conocen y definen la métrica de sus preferencias, límites, cercanías, formas preferidas de relacionarse con los demás –sus pares y/o el mundo adulto- y consigo mismos (desde el juego autónomo, hasta las definiciones identitarias de la adolescencia y más allá). Su bienestar, su salud, su estado de gracia, comienzan y descansan en ese cuerpo que pide, a cambio de su dádiva, cuidado y autocuidado.

 

Cuando la frontera entre amparo y desamparo se diluye y ya no es claro dónde y con quién se está a salvo, y con quién no, el cuerpo es también el primero en registrarlo. En situaciones de malestar emocional, o en el extremo de las experiencias de abuso sexual, bien pueden los niños pequeños no ser capaces de decir siquiera “me pasa algo, no me siento bien”, y mucho menos verbalizar algo que está lejos de sus posibilidades de comprensión, al menos no con el significado correcto. Pero el cuerpo habla por ellos.

Es así que muchos pequeños mencionarán, muchas veces como al pasar y en la misma tonalidad de un relato sobre paseos a la verdulería o salidas a la plaza, situaciones de trasgresión que solo los adultos –cuando escuchamos- seremos capaces de identificar, o de llevarnos a la pregunta al menos, de si no se tratará de un abuso. En estos casos, más allá de las palabras y relato del niño, el cuerpo será la “voz” y los síntomas vendrán en el idioma de la biología tensionada, o ciertos hábitos, y conductas muy alejadas de su ritmo habitual.

 

Luego de la develación y confirmación de un diagnóstico de abuso sexual, se abre, inexorable y necesariamente, el tiempo y territorio de la reparación. Ya es reparador, para comenzar, haber acogido al niño durante la develación, escucharlo (y con apoyo de los especialistas correspondientes, realizar el diagnóstico), y de inmediato asegurar una situación protegida (lejos de la persona responsable del abuso). Pero además, en el tiempo que sigue, será necesario contar con un proceso de contención/reparación que, sobre todo, ayude a “normalizar” (ritmos biológicos, el sueño, el apetito, asistencia al jardín, al colegio, por mencionar algunos ejemplos), y permitir el retorno y continuidad de la infancia, que es la etapa y recorrido que corresponde por derecho. En este proceso, realizado comúnmente vía terapia tradicional, la figura del psicólogo es central y básica -tal cual la familia que acompaña- en la restitución del suelo del cuidado (luego del abuso con su mensaje opuesto: de fracaso en el cuidado, de no-amparo).

 

Ahora, si bien la psicoterapia es de tremenda ayuda, me gustaría insistir sobre la necesidad de incorporar la imprescindible dimensión corporal en el abordaje terapéutico del abuso sexual y maltrato físico sufrido por niños y adolescentes.  Aunque las conversaciones de especialistas en la materia se centren fundamentalmente en los aspectos psicológicos, emocionales y sociales del daño (y aunque la psicoterapia se desarrolle fundamentalmente desde la esfera cognitiva-conductual), no podemos olvidar el cuerpo. Este es el lugar donde no solamente se experimentó la vulneración, sino donde además quedó su registro, memoria e impronta traumática. Y también, maravillosamente, su posibilidad de servir como herramienta principal de sanación (ref. M. Stupiggia, M. Weltman)

 

La sensatez sería suficiente para proponer que cualquier esfuerzo de sanación en materia de abuso sexual y maltrato físico, contemple de modo irrecusable la dimensión del cuerpo. De hecho, ya en la década de los 50, el trabajo vanguardista de Marian Chace comprobó que la inclusión de técnicas de danza y movimiento resultaron determinantes en la recuperación de soldados traumatizados por la II Guerra. No obstante, y por increíble que parezca, ha tomado décadas  lograr justificar –con un aporte sustantivo de la neurociencia, menos mal- y conferir amplio reconocimiento al uso de la danza, junto a otras “terapias creativas”, como necesaria en el abordaje de diversos problemas de salud, y sobre todo en la recuperación de traumas graves. Entre ellos, el abuso sexual sobre niños y también sobre mujeres se han mostrado especialmente receptivos al impacto favorable de la terapia de danza/movimiento (Dance/Movement Therapy, DMT).

 

La DMT en sobrevivientes de abuso sexual (y doy fe de ello, en lo personal y en lo profesional), se ha observado como un factor clave en el trabajo sobre fenómenos disociativos, síntomas de estrés post traumático, la recuperación de un sentido de propiedad y conexión consigo, de familiaridad y eficacia con el propio cuerpo (ref: Bessel van der Kolk), mejora en la autoestima, una forma de re-aprender y definir límites y de recobrar un sentido de integridad (y la recuperación paulatina de confianza) no solo con compañeros de danza, sino también en otros entornos (colegio, grupo de pares, incluso la propia familia) donde a la identidad de “víctima”, se suma y muchas veces superpone, la identidad de “artista” o creador.

 

Gracias a la DMT se potencian las posibilidades de resignificar la experiencia de abuso hacia el futuro –pensando en los más pequeños, especialmente-; y el cuerpo, antes objeto de daño y vulneración, pasa a ser concebido como un agente de belleza, posibilidades y fortaleza (ref: M. Chace, Sharon Chaiklin, Marsha Weltman, G.E. Valentine, Cristina Deveraux, D. Finkelhor). Asimismo, la DMT provee a las víctimas con una herramienta o recurso que puede ser útil no solo inmediatamente después de vivido el trauma, sino también durante otras etapas del proceso de sanación y del ciclo de vida (donde nuevas tareas o tránsitos pueden ser demandantes de nuevos ajustes para integrar síntomas y/o huellas de la experiencia abusiva traumática).

 

El arte tiene para los niños una larga lista de beneficios: en su bienestar general, desempeño escolar y desarrollo en otras esferas. No debería ser distinto en procesos más complejos. Más aún tomando en cuenta que la maduración en la infancia toma tiempo, que los progresos cognitivos y lingüísticos tienen su cadencia, y que los niños –e inclusive los adolescentes- no siempre contarán con los repertorios suficientes para expresar verbalmente sus emociones de modo preciso, durante la terapia de abuso. De ahí que las artes, la danza y el movimiento sean tan útiles en proveer de una voz o idioma alternativo que, según un gran número de estudios, reduce el estrés y/o dolor del paciente (al evitar la verbalización a veces reiterativa de la experiencia traumática), a la vez que aporta a la sensación de integridad y sanación, acortando muchas veces, los tiempos de psicoterapia.

 

Un dato importante: una vez finalizado un ciclo de 6 meses a un año de trabajo corporal en sesiones de 90 minutos, una a dos veces por semana, pueden observarse (ref: Cheryl Lanktree y John Briere; D. Finkelhor) hasta 12 meses adicionales de mejoría de síntomas, ya sin apoyo de la DMT. Para los niños y niñas de hasta 8 años, de hecho, se señala que la terapia corporal de danza/movimiento por sí sola, o en combinación con la psicoterapia “tradicional” (que es clave en la restitución de una base ética de cuidado del mundo adulto hacia el niño) tiene mucho mayor impacto que la psicoterapia (como única intervención) en la normalización de los niños (su “regreso” al mundo, a la confianza, solidaridad y pertenencia con sus semejantes) y en la sanación no solo emocional, sino física, material, de áreas de cerebro afectadas por el trauma (ref: G.E. Valentine, D.C Baraero-Sharma, S. Chaiklin).

 

Es importante señalar que el componente grupal de la danza (que también puede trabajarse en sesiones individuales, adicionales y paralelas a las sesiones grupales) y el componente individual de la psicoterapia son, juntos, un acelerador tanto de los procesos de integración y resignificación de la experiencia traumática, como de la sanación en un sentido integral (Finkelhor, Valentine).

Quisiera ahora detenerme en el hecho de que, por una parte, siguen siendo las niñas y las mujeres quienes más viven experiencias de vulneración sexual (y física en general), y por otro, el tremendo impacto que tiene la danza clásica en la sanación del abuso. En la intersección de estas realidades, mi propia biografía (y el hecho de no haber recibido terapia de abuso cuando niña, pero sí de haber bailado ballet muchos años) y, de adulta, mi práctica profesional en EEUU y Chile, con niñas, y/o con sus familias, sugiriendo siempre que, a la psicoterapia, se sumara ojalá la instrucción y práctica del ballet (o bien de otros tipos de danza, gymnastics, o disciplinas orientales, según características de cada niña y disponibilidad en su lugar de residencia). Los resultados, excelentes.

 

Adicionalmente, en casos donde el comienzo de la psicoterapia se encuentra condicionado a los tiempos del proceso judicial, realizar un trabajo corporal paralelo, ya responde al imperativo de sanación (que no debería estar sujeto a procesos que pueden ser inmensamente prolongados y frustrantes) y comienza a movilizar energías, sin desacatar los requerimientos de la ley.

Dejar a los niños detenidos, o a las familias con sensación de tiempo suspendido y de no poder concurrir plenamente en el cuidado y reparación de sus hijos, no es bueno para nadie. La justicia debería tomar mucha atención sobre esto, y actuar con cuidado ético en relación a niños víctimas y sus familias. Por lo pronto, creo que el trabajo corporal, en este sentido, prodiga un camino viable y benéfico para todos. Y si no es posible realizar cursos –por su valor, o porque aun gratuitos, sea difícil acceder a ellos o incluirlos en agenda familiares a veces ya sobre exigidas- se puede considerar bailar en la casa, hacer ejercicios de respiración, salir a caminar o correr, todo esto a diario (los 7 días de la semana), como una rutina de ojalá al menos una hora. Fuera de ayudar a la reparación del niño o la niña, puede ser una hermosa instancia familiar, y colateralmente, ayudar a los adultos –que también sufren y están pasándolo mal en estos tránsitos- a aliviar tensiones.

 

Volviendo al valor de las técnicas corporales, quiero recalcar que a nivel de reducción de síntomas en el corto/mediano plazo, integración de la experiencia traumática y la relación con el cuerpo (durante el resto del ciclo vital), el ballet se perfila como una de las mejores estrategias de DMT para facilitar la sanación al menos para las niñas, y por cierto que  también puede ser válido para los niños, pero es importante considerar estereotipos y prejuicios sociales, asociados a lo “masculino”, propios de cada país y cultura. La idea es que la dimensión corporal de la terapia sea un espacio positivo, que no agregue peso por tener que estar dando explicaciones -¿por qué el niñO estudia ballet?- y/o exponiéndose a  estreses (ni para el niño, ni para su familia, lo que igualmente incide en el niño).

 

Pensando en las niñas, considerar que entre las muchas ventajas del ballet encontramos: el trabajo postural (como un eje para situarse en el cuerpo y reconocer/focalizar emociones, pasadas o presentes), la estructura (control y autogobierno, límites), la concentración y coordinación (con un impacto favorable en desempeños cognitivos, y en la modulación de la hipervigilancia y estrés asociados al trauma), su estética (que facilita reconciliación con lo femenino y su corporalidad, ref. Chaikilin) y sus movimientos muy delicados, tanto como fuertes y precisos. En CHile, el primer programa de terapia abuso sexual- ballet  para niñas (Adagios, iniciado en la V Región, año 2011-12, apoyado por Sename), es tremendamente auspicioso en sus resultados y solo cabe desear su continuidad y expansión a otras regiones (contacto: adagios.terapia@gmail.com, psicóloga Evelyne Zuñiga) .

No quiero ni por un momento subestimar el aporte que otras formas de terapia corporal, de danza/movimiento (el jazzdance, muy cercano al ballet en beneficios, así como las danzas folklóricas, y prácticas como el yoga), mediante las artes (musicoterapia, plástica, escritura, teatro), y el deporte, puedan tener para la reparación en abuso infantil sexual/físico de niños y adolescentes. Y siempre-siempre en los calendarios infantiles: jugar y jugar libremente.

 

Para distintos niños y/o grupos de niños, puede haber diversas alternativas y ojalá todas pudieran ser tomadas en consideración al momento de establecer alianzas en abordajes terapéuticos más eficaces para enfrentar el abuso. Lo importante de destacar es que no solo los símbolos, percepciones o metáforas en relación al cuerpo deben ser consideradas en la terapia de abuso, sino también y por encima de todo, el cuerpo que experimentó directamente el trauma: un cuerpo real, vivo, que necesita continuar su movimiento hacia todo lo bueno y amable que le espera en la vida.

Por último, aunque quizás ameritara un desarrollo aparte, detenernos un momento en el cuerpo de los prójimos, de los otros que acompañan a los niños en procesos de reparación. Primero, la persona del o la terapeuta: del niño, de la familia y/o de la pareja de padres (o de cada uno por separado, y me refiero a padres y madres que no fueron responsables del abuso, por cierto).

El o la terapeuta son también, aunque suene obvio, un cuerpo vivo, con todas las imágenes, mensajes y sensaciones que pueda reflejar a los niños o los adultos con quienes se vincula. Es una responsabilidad nuestra, estar bien (de salud, estado físico y también, no es un detalle, nuestra presentación personal), ojalá cómodos y agradecidos en nuestros cuerpos (no importa si más viejos o jóvenes, esbeltos o sedentarios, pero confortables y seguros en ellos), cuidadosos de nuestros mensajes explícitos sobre lo corporal (aquí la urdimbre y elección de palabras empoderantes o bellas, es clave), y también, aunque parezca una sutileza -y no lo es-, conectados con lo humano, imperfecto y/o feliz de nuestras sexualidades. Me cuesta pensar que yo misma, como paciente en la terapia de abuso, hubiese podido avanzar mucho con un terapeuta separado de su afecto, conflictuado con su cuerpo o con su imagen frente al espejo (sintiéndose muy bajo, muy alto, desproporcionado, viejo, etc), o cargado de prejuicios y prescripciones morales sobre la experiencia humana de la sexualidad. Afortunadamente, tuve un terapeuta cuyo mayor regalo era una coherencia a todo evento.

 

DEsde otro ángulo, compartir también y es útil, que desde mi lugar como acompañante en la terapia de niños o familias,  mi propia coherencia fue un desafío en tiempos donde todavía lo corporal y lo sexual eran tareas incompletas para mí (y siempre están en construcción, es cierto, pero me refiero a lo incompleto desde algo que era todavía susceptible de miedos y fríos). Pero sí hubo un compromiso siempre de equilibrar desde otros lugares, como por ejemplo la danza, la actividad física, y la lectura de decenas de textos hermosos, creativos y esperanzadores donde podía apoyarme para hacer la mejor entrega a los pacientes, y de paso, en ese tránsito, ganar muchas lecciones valiosas para mi propio recorrido, que hoy, más madura, puedo tasar y agradecer.

No siempre estaremos bien o cómodos en nuestra propia piel, o en nuestros vínculos corporales (con el propio cuerpo o en la relación con los demás). Somos solo humanos. Pero la proposición es a  mantener la mirada muy atenta sobre nuestra dimensión corporal, cuando trabajamos en procesos tan delicados como la terapia de abuso. Esto enriquece nuestra entrega para la sanación de los niños (y sus futuras vidas de jóvenes/adultos en otra dimensión de su sexualidad). Y también con los adultos: por supuesto los sobrevivientes de abuso (que enfrentan, en un gran número de casos, desafíos importantes en el área de la autoimagen corporal y/o la sexualidad, y para quienes se recomienda, de modo continuo, la actividad física). Pero en esta ocasión querría detenerme en los adultos que acompañan a los niños durante la reparación. Especialmente las madres y los padres.

Un nivel es lo verbal, y lo que las familias son capaces de continuar integrando en sus conversaciones y relatos, sobre temas relativos a información/orientación sexual (como parte del acompañamiento de los hijos en sus distintas etapas de desarrollo), y esto ya propone un desafío. Pero el desafío se hace más vasto cuando tomamos en cuenta la dimensión corporal, y sus lenguajes, todo lo que desde ahí se comunica, los mensajes que desde ahí -sin palabras, pero con fuerza igualmente- se comparten. Todo lo que en un nivel sutil de la experiencia, pero no por ello menos influyente, reciben y perciben los niños en procesos de reparación.

 

Tanto en casos de abuso sexual infantil, como de asaltos sexuales y violaciones de adolescentes, no es inesperado que los cuerpos de sus padres (los cuerpos que gestaron a esas niñas) reciban parte de la embestida, no solo en el inmenso duelo ante lo vivido por sus hijas, sino en la contracción del propio cuerpo y de la relación con el cuerpo de la pareja. “Hasta que ella no esté bien, mi cuerpo está congelado, me cuesta recordar que existe”, palabras inolvidables de una mamá cuya hija fue violada (un caso que vi en EEUU). No fue sino hasta ver a su hija normalizarse, volver a vestirse (luego de meses en buzo y ropas anchas), comer, ir contenta al colegio, y comenzar a salir con un buen muchacho, que la mamá pudo retomar sus ritmos –alimentación, sueño, ejercicio- y volver a acercarse al papá que, todo ese tiempo, esperó y contuvo a su mujer (que a su vez hacía de contenedora de la hija, reticente a mucha cercanía con nadie del género masculino, incluido el padre).

En muchos casos con niños pequeños, también la sexualidad de la pareja es de las primeras áreas resentidas, no solo por estreses y depresiones de los padres ante la situación de abuso sexual de los hijos (y la exigencia adicional de procesos judiciales), sino por un sentimiento de culpa o rechazo muy específico en relación a la pulsión sexual, el deseo, o la sencilla expresión de afecto físico. Aquí hay un trabajo enorme y hermoso que podemos realizar quienes acompañamos la terapia: no solo favoreciendo la integración de la experiencia para los padres y activando sus recursos para acompañar mejor a sus hijos, sino logrando transmitirles que, por comprensible y esperable que sea, la detención del flujo normal de afectos y de su libido, tensiona el tejido o los espejos donde niños, niñas y adolescentes reconocen –aun inconscientemente- sus cuerpos y las posibilidades reparadoras y vitales (no destructivas) que estos entrañan.

Esto es clave después de una experiencia de abuso: que el cuerpo no termine teñido de terrores, culpas, y la casi certeza de nuevos daños, o su peligro inminente, sino que recobre su conexión con lo vital, la ternura, y en el caso de los adolescentes, sus primeras entradas en el vínculo romántico y/o sexual con sus pares. Cualquier esfuerzo y progreso de los padres y madres en el área de su corporalidad y sexualidad, puede aportar al proceso de sanación de sus hijas e hijos en el mismo sentido.