Por Sergio Chesta. Psicólogo Area Gestión del Conocimiento. Magister Psicología Forense.  Investigador y Docente.

 

La construcción de la identidad social alcanza una particular sensibilidad en la adolescencia. En el momento en que los padres dejan de ser las únicas figuras de referencia para el joven, empieza una búsqueda de figuras para identificarse; una necesidad gregaria en la que la se exploran diferentes contextos, según sean las posibilidades que el medio social entregue al joven. Es en esta oferta, donde el adolescente se ve expuesto a situaciones de riesgo, pudiendo involucrarse en delitos.

 

Gran parte de las campañas publicitarias en los medios de comunicación tienen como objetivo a los adolescentes, y en las que no, al menos exaltan a la juventud como un canon ideal: imponiendo un status de superioridad asociado a ciertas marcas comerciales de diferentes productos. En consecuencia, la presión del medio lleva a los jóvenes a crear una identidad en función de estas marcas, provocando frustración al no poder acceder a las mismas o llevando a los padres a contraer deudas para satisfacer dichas necesidades. Durante la adolescencia prima la satisfacción inmediata de necesidades, por lo que a la larga, la presión del medio se configura como un elemento de riesgo.

 

El adolescente es una figura apetecida y particularmente vulnerable a las influencias del mundo de la delincuencia; por una parte, no registran delitos anteriores, y por ser menores de 18 años, son menos susceptibles a penas duras. Además, se encuentran en una etapa de vida donde generalmente buscan vivir experiencias nuevas, independencia y rebelión; de por sí estas características (individuales y propias de la etapa vital en que se encuentran) lo hacen especialmente sensible para verse involucrado en situaciones de riesgo.

Si a esto se le agregan las carencias propias de: pobreza, familias disfuncionales, padres sobrepasados por la necesidad de proveer económicamente, falta de sistemas educativos adecuados o que ofrezcan alternativas reales de capacitación, y un entorno social de riesgo o definitivamente hostil, nos encontramos ante un caldo de cultivo especial para la aparición de conductas contranormativas y delictivas.

Como podemos ver la cantidad de variables que cobran importancia en la determinación de la identidad delictiva son muchas. El éxito de una intervención, por tanto, radica en identificar la particularidad de los adolescentes infractores.

La construcción de la identidad es especialmente sensible en este punto del desarrollo. Se debe diferenciar entre las conductas contranormativas propias de la adolescencia, de las que implican un compromiso delictual temprano real. Los jóvenes que tienen mayor compromiso delictual tienden a explicarlo causalmente, justificándolo y sustentándolo en el cómo se han desarrollado sus historias de vida, definiéndose como producto de la misma.

Los jóvenes asumen su condición y el estigma del delincuente, dejando de cuestionar la pertinencia del castigo y al sistema judicial en sí, asumiendo las penas como parte de su proceso vital; en ellos, la identidad delictiva se encuentra más arraigada, corroborada seguramente por la institucionalización. Los jóvenes que delinquen como parte de una vivencia propia de la adolescencia tienden a ser más críticos con el sistema, y es en esa misma crítica donde logran reflexionar en relación a su posición dentro de la sociedad; esta evaluación del costo-beneficio de la inadaptación les permite conciliar sus propios intereses con los socialmente aceptados, logrando así construir una identidad adulta más sana.

En términos de intervención, entonces, se vuelve particularmente estratégico el identificar los factores adecuadamente para poder determinar el cómo se llevará a cabo la misma.